Los estereotipos e imágenes preconcebidas que tenemos sobre la Gran Manzana y por extensión de los USA son inevitables, debido a la gran presencia que durante toda nuestra vida ha tenido esta ciudad a través del cine, la series de televisión y los medios audiovisuales en general.
Nueva York, sin embargo, es diferente en muchas cosas del resto de Estados Unidos y es, sin duda alguna, si ese concepto existe, la capital del mundo. No por su tamaño, poderío económico y financiero, ni por su superioridad cultural, ni por su capacidad de comercio, su oferta de ocio, sino por todo eso junto y muchas cosas más.
Sí sorprende en muchos sentidos, para bien y también para mal, como todos los lugares. Claro está, su diversidad salta a la vista, salvo que durante nuestra estancia allí nos limitemos a subir y bajar la Quinta Avenida y Broadway una y otra vez. Sin salir de Manhattan encontramos grandes avenidas y un paraíso de tiendas y grandes almacenes, grandes parques, teatros e iglesias, letreros luminosos, rascacielos, grandes edificios públicos, puentes, monumentos, espectaculares miradores, tranquilas áreas residenciales, museos, pero también barrios bohemios con galerías de arte y ambiente literario, zonas tranquilas, bares de barrio, tiendas antiguas y ancianos sentados a la puerta de una café pasar la vida, letreros en todos los idiomas y gente de toda etnia, pequeños campos deportivos y taxis; tantos taxis. Y también fuertes contrastes raciales y económicos.
Salir de esta isla ofrece la posibilidad de ver el aumento de estos contrastes hacia submundo étnicos cuasi impermeables a toda influencia externa en el Bronx, Queens o Brooklyn. Y también hay que ir al mar, por el que llegaron millones de personas hace tanto tiempo.
De todas las cosas que me han sorprendido destacaré algo que tiene necesariamente que llamar la atención a los que llegamos de un país tan bronco como el nuestro. La educación extrema de la que la gente hace gala en tiendas y restaurantes bien está y muy de agradecer, pero no deja de ser lo que aquí también deberíamos encontrar como una muestra de profesionalidad, corrección y respeto. Más que éso llama la atención una gran cordialidad que se palpa tanto en la gente de la calle como en los funcionarios públicos. No solo la tolerancia extrema, el vive y deja vivir, o el gran sentimiento de libertad combinado con un respeto escrupuloso a la ley, sino conseguir todo eso con una amabilidad que al europeo medio deja pasmado y al celtíbero simplemente estupefacto.
Alejandro de la Mata